Yo fui gato único hasta que un buen día de hace dos años, mis humanos salieron de casa y, horas más tarde, volvieron acompañados por una sorpresa dentro de un transportín. Un rápido primer vistazo me permitió adivinar que se trataba de una bolita suave, pequeña y blanca que no paraba de lloriquear porque echaba de menos a su mamá. Yo no daba crédito a mis orejas, ojos y nariz porque al principio no me dejaron acercarme, así que tuve que colarme en la habitación donde tenían al diminuto ser para poder reconocerlo de cerca. Nunca olvidaré nuestro primer encuentro cara a cara: ¡pensé que era un ratón, tan pequeño y con esa naricilla sonrosada! Pero no, no era un roedor. Un análisis de cerca me permitió confirmar que se trataba de un gatito chiquitín. Y hasta aquí llegó nuestro primer contacto, porque enseguida nos separaron para que yo me tranquilizara. ¡La verdad es que estaba impresionado! ¿Qué significaba este cambio? ¿Quién era ese cachorro desconocido? ¿Por qué había venido? Las dudas se arremolinaron en mi cabeza y no me dejaron dormir a pata suelta durante varios días en los que se sucedieron algunos encuentros fortuitos con el nuevo habitante de la casa.
Pronto me di cuenta de que a partir del momento en el que el extraño cruzó la puerta, había empezado a compartir con él las atenciones de mis humanos. Ya no era yo el protagonista de todas las aventuras, trastadas y monerías. ¡Me había salido un competidor! Además, mi pequeño contrincante empezó a controlar cada vez más cosas: se fue haciendo con mis cuencos para comer, con mis camitas, con mis juguetes y con los mejores rincones de mi cajón de arena. ¡Os aseguro que fueron tiempos duros! Pero debo reconocer que la presencia del recién llegado también tuvo su lado positivo. Enseguida comprendí que resultaba divertido verle pasear por el pasillo y jugar a las emboscadas, enseñarle cuáles eran los mejores sitios para echar una cabezada o demostrarle quién era el mejor cazador del ratón de peluche.
Cuando llegó era una cosa tan pequeña que mis humanos creyeron que era macho y le llamaron Neo... Poco después se descubrió que era una chica y le cambiaron el nombre por el de Noa. A mí ya me daba igual que fuese niño o niña, porque no había vuelta atrás: la desconcertante bolita blanca del primer día se había convertido en mi amiga. Desde ese primer encuentro de hace dos años, hemos estado siempre juntos. Y la verdad es que tengo que confesar que, a pesar de todo lo que en principio parecía malo, me alegro por ello.
¡Qué historia más bonita! Y qué chiquitita Noa. Por cierto, a ver si un día nos contáis de dónde salistéis los dos, dónde estábais antes de estar en vuestra casa.
ResponderEliminarUn saludo,
Tanakil.
No te quejes Rumbo, no hay nada mejor que gatorrizar a un pequeñuelo a tu imagen y semejanza... ¡Muahahahahahá!
ResponderEliminarTengo que poner fotos de mis épocas de niñera...me lo has recordado.